¿Cómo es que el sonido —de una voz, de una canción— puede forjar conexiones tan fuertes e íntimas en nosotros?
Como cuando a los 53 años Michèle Dawson Haber escuchó por primera vez la voz de su padre, que había muerto cuando ella tenía tres meses. Aquella voz había estado guardada en 25 carretes de audio, en latas redondas de metal, en una casa en Jerusalén. La indiferencia que ella sentía por aquel hombre desconocido se esfumó para dar paso a la añoranza.
O como la conexión que el músico Brandon Valdivia, conocido como Mas Aya, entabla con su Nicaragua natal en su nuevo disco, Máscaras, donde intenta fusionar lo espiritual con lo político.
O como el sentimiento de pertenencia que la cultura del car audio genera entre la diáspora dominicana en Nueva York. Modifican sus autos para convertirlos en equipos de sonido móviles e intentan asfixiar a sus contrincantes a punta de merengue y bachata con un sonido tan fuerte que hacer vibrar los limpiaparabrisas. Es una tradición nacida del amor por el sonido y la comunidad en un país que empiezan a reclamar como propio. Es, como dice Isabelia Herrera, “una disidencia sonora heredada, transmitida por las experiencias de la migración”.
Hay tantos ejemplos así. Están la calma hallada en la voz de mamá arrullándonos en la infancia. O el acelerón del corazón al escuchar los pasos que anuncian que llega la persona que queremos. ¿Cuál es tu sonido favorito? Escríbenos, queremos escucharte